Caminando Juntos

Caminando Juntos

Reflexiones para el ejercicio de una paternidad anti-patriarcal y consecuente[1]

 Carlos Pástor Pazmiño[2]

“Yo soy tan feliz cuando te despertás
Vos me haces feliz, hacés el mundo brillar
Yo me quiero ir a la luna con vos”

-Fito Páez-

Primeros pasos

Un sábado por la mañana, una muchacha con pañoleta roja, boina negra y ojos preocupados golpeó la puerta de mi clase de filosofía, preguntó al profesor por mí y salí de la clase, fue directo al grano: “estoy embarazada”. Yo tenía veinte años, cabello largo, amaba el rock y la cerveza, coleccionaba resacas, amores, libros e ideales revolucionarios. En mi vida no estaba la idea de ser padre, no quería ataduras, familia, ni reglas. Quería leer, beber, enamorarme, desenamorarme, irme, quedarme, no sé, solo ser, con mis limitadas experiencias y expectativas. Lo que ha pasado desde entonces superó todas mis capacidades, proyecto de vida y me retó a buscar estrategias para aprender a ser padre. En la búsqueda de respuestas leí “Emilio” de Rousseau, “La inteligencia infantil” de Jean Piaget y muchos otros, para finalmente, darme cuenta de que no hay un manual que te diga cómo ser padre y además intentar hacerlo bien. Lo que les contaré en las siguientes líneas es el camino que hemos recorrido mi hijo y yo en estos diez años.

Para entonces estudiaba dos carreras, Derecho en la mañana y Sociología en la tarde, militaba en las luchas populares a tiempo completo y cada fin de semana me bebía hasta el agua de los floreros. No era la persona más responsable para cuidar a alguien, ni conmigo mismo podía. Salía cada jueves de la casa de mis padres en Carapungo, al norte de Quito, y regresaba domingo en la tarde. Muchas veces no recordaba siquiera dónde estuve, con quién o cómo volvía. Los pocos recursos que tenía los gastaba en libros, tragos o tatuajes. En casa me retaban por la forma de vida que llevaba, pero nada hacía mella, prometía dejar el cigarrillo y al rato ya me había terminado una cajetilla.

En febrero de 2008 mi hijo y yo nos vimos por primera vez, nos observamos con simpatía e incertidumbre, nuestro camino apenas empezaba. Recorrí con su pie pequeño mi barba, el no sonrío, pero me inspeccionaba minuciosamente. Yo temblaba y pensaba en no convertirme en una pesadilla para él.

No vivíamos juntos, pero lo iba a ver cada tarde y algunas mañanas. La primera vez que lo bañé fue con su abuela materna, el pediatra había sugerido un baño en leche para que su piel se fortalezca o algo así, no recuerdo bien, pero sí recuerdo que llené una tina con varios litros de leche mientras él miraba atento.

Al terminar el baño lo sequé con mucha delicadeza, temía no hacerlo bien, nervioso secaba sus brazos, piernas, pecho, y cuando sequé su pancita se le cayó lo que quedaba del cordón umbilical de su ombligo y me asusté, la verdad entré en pánico. Llamé de inmediato al pediatra y quería llevarlo al hospital. Después de cuatro llamadas, el doctor me contestó y me dijo que eso era normal, que no me preocupe, al fin, pude respirar tranquilo.

Alguien me dijo que, si se pone a un niño a escuchar música clásica, le ayudaría a desarrollar su cerebro; así que junto a su cama le dejaba encendido el radio con música, no siempre clásica, también algo de rock y protesta. En las tardes le leía cuentos o las lecturas que tenía de tarea para mis clases de sociología. El tiempo ya no era el mismo, no podía estudiar dos carreras, visitarlo a diario y hacer pasantías en un centro de investigación a la vez. Tuve que decidir y dejé de estudiar Derecho, ya no iba con mis amigos a los bares y cada centavo que tenía era para pañales, fórmula, ropa, juguetes o algo para él. Pasábamos juntos todas las mañanas.

Buscando maneras de compartir tiempo juntos y al mismo tiempo desarrollar sus motricidades, lo inscribía en cursos de estimulación temprana, nuestra primera experiencia fue la piscina, este sí que fue todo un período de experiencias. De las doce personas que íbamos a las clases con nuestros hijos, nueve eran mujeres, dos iban en pareja, yo era el único hombre solo. Todos los miércoles y sábados llegaba apresurado con tres maletas, lo cambiaba con prisa, pero con detalle, y entrábamos. En las clases de natación sentía a nuestras espaldas gestos de asombro, murmullos, tosecitas, falsas carrasperas, etc. Un padre solo, pelilargo, tatuado todo el brazo, era un espectáculo para quienes creen ciegamente en los mandatos de género.

El mundo patriarcal en el que vivimos nos ha otorgado roles y el rol del cuidado en un hombre es estigmatizado, por eso la sorpresa cada vez que yo iba solo con mi hijo a sus actividades. El rol del hombre en esta estructura perversa es la de proveer y reglamentar, alejándonos del sentir. Varias veces, en los habituales ejercicios de pareja en las clases de piscina, sentía que nadie quería hacer grupo con nosotros, por lo que terminábamos trabajando por nuestra cuenta o con la maestra.

Estuvimos un largo tiempo en natación y la dejamos porque el cloro de la piscina afectaba la piel de mi hijo. Entonces fuimos a música, tres veces a la semana por una hora y treinta minutos. Nos sentábamos en un salón a conocer los distintos instrumentos y sonidos musicales, le encantaba este espacio a mi hijo, hasta hoy él ama la música.

Cuando su abuela materna ya no podía cuidarlo busqué minuciosamente una guardería, vi muchas, algunas muy bonitas, pero totalmente fuera de mi alcance económico. Entonces encontré una sencilla pero cálida, cerca de casa, con buenas personas. Cada mañana lo retiraba de su casa, lo dejaba en la guardería, me iba a la universidad y volvía por él en la tarde. Hicimos una buena relación con las profesoras, padres de familia y niños de la guardería, en cada programa de la institución participaba con gusto. Para estos tiempos, mi hijo dormía en mi casa al menos tres días a la semana. Era difícil hacer que concilie el sueño, pero una vez que se quedaba dormido no despertaba sino hasta el día siguiente.

Cada noche antes de dormir jugábamos, leía algo para él, y le cantaba como canción de cuna “Hubo un tiempo que fue hermoso y fui libre de verdad, guardaba todos mis sueños, en castillos de cristal, poco a poco fui creciendo, y mis fábulas de amor, se fueron desvaneciendo, como pompas de jabón, te encontrare una mañana, dentro de mi habitación y prepararas la cama para dos…” de Sui Generis o la Canción del Oso de Tango Feroz. Cuando al fin se dormía, luego de al menos 1 hora de juegos, 1 biberón, como tres cuentos y 2 canciones, yo tomaba un café y me sentaba a estudiar los pendientes de la universidad o a preparar los informes de la pasantía.

Decidir la escuela a la que iba a entrar fue una tarea sumamente compleja, caminé esta vida y la otra conociendo escuelas, al final y por sugerencia de una tía, terminé inscribiéndolo en una escuela militar. Una tía había trabajado durante muchos años ahí y me ayudaría a estar pendiente de él, estaba cerca de todo y no era costosa. Por principios ideológicos no me gustaba nada que fuera militar o religioso, pero la inexperiencia me arrinconó. Los primeros tres años fueron buenos, para estar al tanto de todo fui presidente de padres de familia del aula todo este periodo. Por tres años organicé y desarrollé muchas actividades como la colada morada, las fiestas de Quito, Navidad, día del maestro, día de la familia, mañana deportiva, etc. Al principio me costó mucho aprender a organizar este tipo de actividades, luego sabía hacerlas al derecho y al revés. Fue una experiencia linda, conocí, muchas madres de familia que siempre colaboraban en cada actividad. Este espacio me permitía estar siempre atento a lo que pasaba con mi hijo en la escuela, conocer a sus amigos y maestros, así como apoyar en actividades de la escuela.

Retiraba a mi hijo a diario de la escuela al medio día, almorzábamos lo que le había preparado, hacíamos tareas, jugábamos, lo bañaba, cortaba sus uñas y tres veces por semana íbamos al conservatorio, luego lo iba a dejar en casa de su abuelo materno.

Luego vino un periodo fantástico, casi todo el tercer año y la mitad del cuarto grado escolar vivimos juntos. Fue una época estable, de muchos aprendizajes y alegrías. Todo el tiempo nos rodeamos de cuentos, música, conciertos, teatro, viajes, marchas, juegos, disfraces, bailes etc.

Este tiempo fue maravilloso, aprendimos a sujetar cordones, a manejar bicicleta, a trepar árboles, a nadar. Yo quería que él recuerde una infancia feliz y dedicaba mi tiempo a eso.

Muchas veces mi hijo me acompañaba a clases en la universidad. En alguna que otra ocasión incluso iba conmigo a exámenes, a conferencias, congresos, presentaciones de libros o reuniones con los compañeros de las organizaciones sociales. Él siempre llevaba su mochilita con sus juguetes y tareas ¡Qué satisfacción tan enorme era verlo a mi lado en las clases con su sonrisa cálida, sus ojos alegres y su pensamiento despierto! De vez en cuando mi hijo incluso participaba en la clase con algún comentario o pregunta; en los recesos lo comía a besos y le decía “falta sólo una hora más y nos vamos cielo”, él asentía con cara de cansancio y decía bueno un ratito más, siempre me ha tenido paciencia.

Las tres piedras del camino

Al iniciar el cuarto año escolar, las cosas cambiaron radicalmente. La maestra del colegio militar era una dictadora. En tres semanas de clases mi hijo había ido a la inspección siete veces, todos los días traía notas en la libreta escolar y la maestra lo sacaba de clases. Fui cada día a hablar con la maestra de esto y me decía que mi hijo solía conversar en el aula, dibujar en clase, cantar, etc. Yo no podía justificar estas actitudes, nunca podían ser razones suficientes para que lo saque del aula o que lo amenace.

Llevé a mi hijo a clases de música desde los siete meses de edad hasta hoy, le encanta dibujar, hace escultura, lee cada noche y es muy creativo, un colegio militar no era para él. Se sentía preso en este régimen militar con un general represor por profesora. No era feliz, la escuela era un castigo. La gota que derramó el vaso fue cuando la maestra lo jaloneó del brazo y lo sacó del aula, inmediatamente puse una queja por escrito y acudí a las autoridades del colegio, sin embargo, no tuve ninguna respuesta. Sólo me respondieron que la maestra era una profesora muy antigua, hija de un general y que esa era su forma de enseñar.

Recordé entonces aquella canción de Sui Generis: “Yo formé parte de un ejército loco, tenía veinte años y el pelo muy corto, pero, mi amigo, hubo una confusión, porque para ellos el loco era yo. Es un juego simple el de ser soldado: ellos siempre insultan, yo siempre callado…” Entonces hablamos con franqueza con mi hijo y tomamos una decisión. Estiré cautelosamente mi mano hasta hallar la suya y salimos del colegio militar, esta decisión fue como un relámpago de incertidumbre, no sabía si hacía bien o no en retirarlo, separarlo de sus amigos y llevarlo a un lugar nuevo.

Un día de sol, mientras buscaba una nueva escuela, vi un cartel grande con una frase que me conectó inmediatamente, decía “educar es la muestra más grande de amor”. No lo pensé dos veces y entré, conocí la escuela, conversé con autoridades, maestros, niños y uno que otro padre y madre de familia que encontré en el lugar, quedé encantado. Había mucha amabilidad, calidez y sencillez. Era una escuela pequeña, que contaba con algo más de 10 niños por aula, con maestros dinámicos y divertidos. No lo pensé más, hice todos los trámites, me endeudé por aquí y por allá y empezó clases en la nueva escuela el siguiente lunes. Hoy veo con seguridad que fue una excelente decisión, él es feliz, tiene buenos amigos, aprende y es tratado con respeto y paciencia.

En muy poco tiempo hubo varios cambios fuertes, nueva escuela y dejar de vivir juntos. Nuevamente yo lo retiraba al medio día, hacíamos lo habitual, tareas, juegos, conservatorio, etc. Cada noche lo iba a dejar en su otra casa con las tareas terminadas, luego de cenar, bañarse y con los uniformes limpios para el día siguiente.

Durante el periodo en que lo cambié de escuela, coincidieron tres hechos fuertes que marcaron significativamente nuestras vidas, primero un cambio de escuela, con nuevos amigos, con nuevas maestras, nuevas exigencias, cambió la vida cotidiana de mi hijo, con altos y bajos logró hacer amigos, estabilizar sus aprendizajes en la escuela y convivir armónicamente. Al poco tiempo, cuando apenas todo se normalizaba estalló el juicio de tenencia entre su madre y yo.

En casi siete años no fue necesario un proceso judicial, pero las circunstancias me obligaron a promoverlo. Fue un periodo triste y desgastante psicológica, física y económicamente. Tuvimos que vivir audiencias, visitas de trabajadores sociales, citas con psicólogos, recopilación de información, pruebas, testigos, abogados, incertidumbres, polarización, miedos, etc. A veces me preguntaba si era correcto seguir el juicio por todo el dolor que nos provocaba, sobre todo a él, eso es lo que más me dolía. Lo veía en la “sala lúdica” mientras alguien le cuestionaba: ¿cómo vives con tu padre? ¿cómo vives con tu madre? ¿qué haces en casa de tu papá? ¿qué haces en casa de tu mamá? ¿con quién te gustaría vivir y por qué?, me mataba.

Cuando él acudía a los juzgados se lo veía aparentemente tranquilo, pero cuando llegábamos en la tarde a casa luego de todo, él lloraba, se molestaba, me gritaba que era mi culpa, que yo quería alejarlo de su madre. No soy el mejor ejemplo de padre y lo admito, pero desde que nació mi hijo yo dediqué mi vida a buscar las condiciones que me permitan cuidarlo, formarlo, guiarlo. Estaba convencido que tenía la vocación, voluntad, decisión y condiciones para ser papá a tiempo completo, como lo había sido siempre. Viviendo juntos mi hijo tendría una vida en armonía, cariño, responsabilidades y respeto, sin primas ni temores.

Me preparé para el proceso como cuando estudiaba para mis exámenes. Mi mejor estrategia era siempre decir la verdad, cuidadosamente organicé un archivo de más de un centenar de documentos entre carnets de vacunación, carnets de cursos de estimulación, reportes académicos, cartas, recetas del pediatra, etc. Al mismo tiempo visité a cinco personas para que me ayuden con sus testimonios en el juicio, una profesora de su antigua escuela, la directora de su nueva escuela, su pediatra y su abuelo materno.

Luego de todo el proceso, la jueza decidió que lo mejor para el niño era que viva conmigo de lunes a viernes y que tres de los cuatro fines de semana del mes visite a su madre. El proceso fue largo, pesado, complejo, doloroso, pero estoy seguro de que enfrentar este juicio fue una de las mejores decisiones que tomamos para nuestras vidas, la estabilidad valió todas las penas.

El tercer hecho que marcó nuestras vidas fue mi detención arbitraria. Una tarde de diciembre de 2015 las organizaciones sociales, con las que he militado desde los catorce años, convocaron a un gran paro nacional en contra de las enmiendas a la Constitución. Acudí a la convocatoria con conciencia y compromiso, empezó en la mañana así que como todos los días dejé a mi hijo en su escuela y luego fui a la marcha. Estuve en las calles gritando las consignas, repartiendo volantes, pintando pancartas etc. Al medio día me fui, como siempre, a retirar a mi hijo de la escuela.

Hicimos lo habitual, aquel día no tenía clases en el conservatorio, así que le propuse ir a comer en casa de mis padres. Mientras nos dirigíamos a casa de sus abuelos paternos, íbamos escuchando el debate que los asambleístas tenían sobre las reformas, estaba indignado por la ambigüedad y nula argumentación que sostenían los “honorables”. Cuando llegamos a casa de mis padres me escribió mi compañera de vida y me dijo que estaba aún en la marcha, yo estaba terminando la jornada, así que le propuse encontrarnos allá.

Me despedí de mi hijo, le dije “no tardo” y volví 15 días después. Me detuvieron injustamente el 3 de diciembre de 2015, el delito fue oponerme al excesivo uso de la fuerza policial. Nos juzgaron a 21 personas por “falta de palabra a la autoridad” durante el correísmo.

Mi hijo ama Star Wars, ha visto todas las sagas, ha leído varios de los libros, colecciona sus figuras, tiene camisetas, sacos, medias y un traje de maestro Jedi. Cuando nos enteramos de que se iba a estrenar la última película “El despertar de la fuerza”, le prometí que lo llevaría al pre estreno, así que compramos las entradas con tres meses de anticipación, en su habitación colocamos un calendario grande donde íbamos tachando cada día hasta que llegue el gran día.

El estreno era el 17 de diciembre a media noche y yo salía de prisión el 18. Mi hijo ya no quería ir, estaba triste, era mucho lo que había pasado. No me dolía dormir en el suelo, no sentía el frío de la noche, no veía nada, ni las ratas paseándose con las cucarachas, ni la pésima comida, solo pensaba en la última vez que vi a mi hijo, le dije que no tardaría y no cumpliría mi promesa. A diario hablaba con mi hijo por teléfono. El 17 de diciembre un compañero del pabellón, que no era del grupo de presos políticos conocido como los “21 del arbolito” se suicidó, sufría de claustrofobia y se había quedado encerrado sólo, no soportó más la prisión. Este lamentable hecho y la movilización de las organizaciones permitieron que nos liberaran un día antes de lo previsto y yo pudiera cumplir mi promesa.

Cuando salí me hicieron una limpieza de purificación, yo buscaba con la mirada a mi hijo, él estaba ahí, medio dormido, medio despierto, con su traje de maestro Jedi, corrí a abrazarlo y no me dieron tiempo ni de llorar, porque enseguida me vistieron de “chubaca” y sin mayores palabras fuimos al estreno de la película. Mi hijo no me decía mucho; en momentos así, es duro, decir algo que realmente no sobré; yo tampoco insistí, solo tomaba su mano y respiraba una, y otra vez intentando descubrir si lo que estaba pasando no era un sueño.

Casi al final de la película hay una escena en la que un padre intenta persuadir a su hijo que regrese a la fuerza porque se había ido al lado oscuro y el hijo se muestra confundido, vulnerable, pero termina eligiendo el lado oscuro y con su sable láser mata a su padre. Ese momento mi hijo apretó mi mano con fuerza y me dijo “gor, te amo” y luego lloramos abrazados. Esa noche dormimos juntos.

Aprendiendo a caminar…

En nuestras sociedades es muy difícil concebir que un hombre puede ser capaz de dedicar su vida al cuidado de sus hijos, pero sí es posible, yo lo hago todos los días. Por supuesto, esto también es posible por el apoyo, amor y motivaciones infinitas de mi compañera de vida, de mis padres y hermanos, de mis grandes amigos, de los abuelos maternos de mi hijo, profesores que creyeron en mí, la universidad pública que permitió que accediera a estudios superiores, centros de investigación y cooperación que han apoyado mis investigaciones, publicaciones, estancias, todo.

No ha sido nada fácil, dormir poco, aprender a cocinar, a lavar platos y ropa, correr a ver a mi hijo a la escuela, volver a estudiar las tablas de multiplicar, y al mismo tiempo amanecerme con los trabajos de mis estudios universitarios, y todo en condiciones económicas limitadas y laboralmente precarias, viviendo de las becas y de los apoyos de mis padres, comiendo muy sencillo, pero alimentos sanos y preparados con amor.

No es fácil, pero es una vida que amo, la volvería a vivir y la vivo hoy. Todo vale la pena, cuando cada mañana voy a su habitación, abro las cortinas y le digo “pajarito mañanero ya es hora de levantarse”.

Durante estos años he aprendido que ser papá es educar con el amor del ejemplo, no se le puede decir a un hijo que arregle su habitación, cuando la habitación de uno es un caos, que no grite cuando uno grita todo el tiempo, no fumes y terminarte una cajetilla diaria, ser consecuente con la vida, con lo que dices y haces, cumplir acuerdos que se establecen en casa, amar sin prisa y con fervor, sin telones, con franquezas. Este camino juntos me ha enseñado sobre todo a amar. Puedo decir con toda seguridad que mi mejor maestro en la vida ha sido mi hijo, él es quién con sus gestos, sus risas, sus reflexiones, sus broncas, sus palabras, me enseña un mundo mágico lleno de caminos, abrazos, avatares, las más hermosas alegrías y las más duras tristezas.

Hoy tengo algo más de experiencia, pero aún sigo sin saber qué es ser un buen padre. Cuando yo era niño, papá siempre me cantaba esta canción, “Cada vez que me acuerdo de mi hijo, me da como una punzada, aquí, muy dentro del pecho, donde se halla colocada, tan sensible, tan nombrada y tan propensa a la emoción, esa masa colorada que se llama corazón. Y cómo no he de sentirla si se trata de mi hijo, el que, con sus payasadas, su chicle y su mermelada, me dejaba pegajosos, el cubrecama, la almohada, y aunque a veces me propuse reñirle, siempre fallaba porque el pícaro salía con su sonrisa inocente y al verlo, así, tan sonriente, y (…) bueno, lo perdonaba” de Tito Fernández. Yo no entendía bien la canción, aunque la cantaba con él. Hoy la entiendo a la perfección, sé a qué se refería cuando decía que cada vez que se acuerda de mí, de su hijo, siente como una punzada, porque hoy, cada vez que yo me acuerdo de mí hijo también siento esa punzada.

Aspiro que mi hijo valore la diversidad, que sea lo que quiera ser, que sea afectivo, respetuoso, que mire a las/los otros como iguales, que luche por construir un mundo mejor, que sea crítico con el sistema, que se indigne por las injusticias y actúe para cambiarlas, que escoja alimentos sanos o que cultive sus propios alimentos. Ahora que está a las puertas de la adolescencia, esa época compleja pero sabrosa, yo estaré ahí, para alentar sus motivaciones, para contar experiencias, para enseñarle a cuidar el huerto y para darle abrazos y besos cada vez que se caiga para que se levante.

Estaré aquí para las broncas que haremos cuando no coincidamos en algo, no soy el mejor padre, y no pretendo serlo, pero soy del tipo de padre que entregaría mi vida por él. Sólo intento darle herramientas y mostrarle caminos para que al final del día los recorra con fuerza, sin mí y camine por el que él decida.

El tiempo es tan efímero, que estos diez años se fueron en un suspiro. Mientras aún pueda, yo estiraré mi mano con sutileza para encontrar la suya y caminar juntos mientras contamos historias. Seguiré leyéndole en voz alta cuentos y poesías, seguiré cantando. Aunque ahora ya lee solo en las noches y tiene sus propios gustos musicales. Mi abuelita siempre dice crecen tan rápido, y sí, la verdad sí, mi hijo crece tan rápido que apenas me doy cuenta de que ya no debo agacharme tanto para conversar con él.

No estoy seguro qué es ser un buen padre o qué es la paternidad, pero estoy seguro de que es mucho más que proveer y reglamentar. La paternidad es una decisión de vida, un ejercicio cotidiano, creo que la paternidad es un compromiso con la condición humana. Para mí, el reto de cada padre debe ser el de romper la idea capitalista, patriarcal y colonialista que nos vendieron como felicidad, es prioritario enseñar a nuestros hijos e hijas que la felicidad no es sinónimo de consumo, que somos iguales en derechos, que los alimentos no vienen de los supermercados, que un mundo donde quepan otros mundos es posible, La paternidad es romper esa lógica de acumulación y despojo, es formar niños y niñas profundamente democráticos, feministas, críticos y agroecologistas.

Se aprende en la escuela

 se aprende de golpe

se aprende de a poco

un hijo te vuelve a enseñar

y a veces se aprende recién al final

-Jorge Drexler-

Referencias:

[1] Artículo escrito entre 2016-2017 y publicado originalmente en el año 2018 en el libro “Que hacemos con las masculinidades” editado por Gustavo Endara: chrome-extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/viewer.html?pdfurl=https%3A%2F%2Flibrary.fes.de%2Fpdf-files%2Fbueros%2Fquito%2F14520.pdf&clen=4068240&chunk=true

[2] Padre en permanente formación. Especialista en comida casera, lavar platos y arreglar dormitorios. Experto en técnicas de negociación y resolución de conflictos para ordenar juguetes y realizar tareas escolares. Politólogo por la Universidad Central del Ecuador, Especialista Superior en Cambio Climático, Magister en Estudios Latinoamericanos con mención en Relaciones Internacionales y Doctorando (Ph.D) en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Andina Simón Bolívar Sede Ecuador. Líneas de investigación: problemática agraria, grupos económicos, elites políticas, luchas campesinas indígenas, geopolítica agraria y el papel Estado. Desde 2011 es miembro del Grupo de trabajo de CLACSO “Desarrollo Rural: Estudios críticos”, coordinó el Taller de Estudios Rurales de la Universidad Andina Simón Bolívar.

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Investigador académico y militante de las reivindicaciones por la soberanía alimentaria, la agroecología y la Economía Social, Popular y Solidaria. Politólogo por la Universidad Central del Ecuador, Especialista Superior en Cambio Climático, Magister en Relaciones Internacionales, Doctorando (PhD) en Estudios Latinoamericanos. Se ha desempeñado como docente-coordinador en CLACSO. Coordinó el Taller de Estudios Rurales de la Universidad Andina Simón Bolívar sede Ecuador. Es miembro de la Asociación Latinoamericana de Sociología Rural. Ha publicado varios libros y artículos sobre estos temas. Actualmente es rector del Instituto Superior Tecnológico de la Economía Social, Popular y Solidaria.

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