El capitalismo de las start-up: flexibilización, precariedad e incertidumbre

El capitalismo de las start-up: flexibilización, precariedad e incertidumbre

Pablo Dávalos

A medida que la automatización, la robotización y la integración de la inteligencia artificial a los procesos productivos, incrementan la productividad, el empleo que se genera desde la esfera productiva-industrial, tiende, en términos relativos, a disminuir.

De la misma manera que cada vez un número menor de la población económicamente activa deja de trabajar en el sector agrícola pero la productividad se incrementa con menos trabajadores, así cada vez menos personas tienen un empleo en el sector productivo-industrial, sin embargo, cada vez este sector tiene mayores capacidades productivas, genera aún más riqueza.

En consecuencia, el empleo adscrito a los procesos industriales-transformativos y productivos, tiende, en el largo plazo, a disminuir radicalmente. Eso implica que los discursos que plantean la industrialización, pertenecen más al siglo pasado que al presente.

Las nuevas formas de empleo giran hacia la economía de la información. Sin embargo, la arquitectura institucional para albergarlos y crear sus condiciones de posibilidad, estuvo pensada más en términos de una economía industrial y productiva, que una economía de servicios y conocimientos.

Las empresas de la economía de la información necesitan de otra arquitectura institucional para sus relaciones laborales. La consecuencia directa es que, al no tenerla, estas empresas se apalancan en la precarización y la acentúan e intensifican.

A medida que más se precariza la fuerza laboral, más ganan las empresas y esa misma precarización da forma a las nuevas relaciones laborales.

Es decir, al no adoptar una forma de empleo que sea consistente con la economía de la información, ese empleo llega a la economía de la información como si fuese empleo productivo-industrial, es tratado a este tenor en un contexto en el cual la empresa de la economía de la información no tiene el mismo comportamiento, ni la misma estructura que una empresa productiva.

Mientras que en una empresa industrial-productiva casi no hay espacio para la innovación (porque la infraestructura que pone en marcha está ya diseñada y definida para trabajar bajo ciertas condiciones que no pueden cambiar en el corto ni el mediano plazo), la empresa de la economía de la información necesita de la innovación de forma permanente. Necesita de empleados lo suficientemente imaginativos, innovadores y creativos, porque su modelo de negocios depende precisamente de ello.

Por eso las empresas de la economía de la información incluso tienen otra denominación, se denominan start-ups, y tienen el tiempo de vida que pueda durar su producto. Viven de la fugacidad del instante, y saben aprovecharlo al máximo. Por ello, toda la estructura industrial y la forma de tratar al empleo que le es inherente, le resulta pesada para las start-up.

Ellas necesitan levedad, flexibilidad, adaptación. Su relación con el mercado laboral adopta esa misma forma. Empero, al no existir la legislación adecuada que proteja a los trabajadores de la economía de la información, porque esta legislación fue hecha durante el periodo productivo-industrial del capitalismo, la start-up opta por la flexibilización en sus relaciones laborales.

Puede ser que pague incluso buenos salarios, puede ser incluso que las condiciones laborales sean diferentes y aparentemente más “humanas” que aquellas que caracterizan al sector productivo-industrial, pero eso no quita el hecho que están diseñadas bajo la flexibilización y que conduzcan, necesariamente, a la precarización. Como toda empresa capitalista, su objetivo final es la maximización de su utilidad, y como bien los sabemos desde la economía política clásica de Smith, Say, Ricardo y Marx, hay una relación inversamente proporcional entre capital y salario.

Una empresa capitalista no tiene otra opción que apalancar su utilidad sobre el salario. Precisamente por eso los trabajadores defendieron sus condiciones de trabajo a través de la sindicalización, la lucha obrera y los derechos de los trabajadores. Pero esa lucha obrera, esos sindicatos y esos derechos, están muy apegados al formato histórico que les dio origen y que creó sus posibilidades.

Mas, el mundo que los originó está cambiando, y lo hace a una velocidad de vértigo. Es difícil que el formato del sindicato se adecue al trabajador de la economía del conocimiento. Es difícil también que los derechos laborales se adscriban a su mundo laboral. Los trabajadores de la economía de la información crean un valor agregado cada vez más enorme, pero sus condiciones de trabajo y sus niveles de explotación son cada vez más importantes.

El salario es un artificio jurídico del capitalismo para asegurar la explotación al trabajador. De ahí que el salario nada tenga que ver, en su cálculo, con la productividad del trabajo, sino con sus condiciones mínimas de vida. El salario paga la reproducción vital del trabajo. Es biopolítica avant la lettre.

Ahora bien, hay dos formas por las cuales el capitalista puede explotar a sus trabajadores, la primera es la explotación más burda y cruel, y que fue el origen de las luchas sindicales y obreras, y que consistía en pagar menos de lo acordado, extender las horas de trabajo y someter a un régimen extenuante de explotación a los trabajadores. Esas formas son más bien residuales en el capitalismo del siglo XXI, aunque caracterizan al capitalismo productivo-industrial.

Sin embargo, los límites de la ganancia que pueden darse al pagar menos a los trabajadores o extender sus jornadas de trabajo, tiene límites. El capitalismo que puede desplegarse tiene acotados sus límites. Precisamente por ello, hay otra forma de explotar a los trabajadores y tiene que ver con la productividad. En esta “modalidad”, si cabe la expresión, el capitalismo apuesta por la productividad y la pone como fondo sobre la cual plantear la negociación salarial. Los trabajadores ganan más, tienen horarios de trabajo más reducidos, tienen mejores condiciones de trabajo, tienen, incluso, seguridad social y vacaciones pagadas, pero crean tal nivel de producción que el pago de la nómina por parte de la empresa cada vez representa una menor proporción de los gastos totales.

En términos relativos, un trabajador de estas empresas es más explotado que aquel trabajador al que se le extendía su jornada laboral o se le pagaba menos. Esto significa que la explotación al trabajador no es una noción ética ni descriptiva sino una definición analítica-epistemológica que relaciona las posibilidades de la ganancia con la remuneración al trabajo.

Al apostar por la productividad, el capitalismo gana muchísimo más al tiempo que construye un consenso social sobre el sistema y sobre la ganancia.

Es precisamente por ello que todos los indicadores de distribución del ingreso van en contra de los trabajadores de todo el mundo, en un contexto en el cual los derechos laborales se han extendido y las denuncias a la explotación laboral se pueden convertir en virales en las redes sociales y obligar a las corporaciones a disculparse y a decir que no volverán a hacer.

Por supuesto que las primeras formas de capitalismo manchesteriano de explotación laboral de los siglos XVIII y XIX siguen vigentes, y se han extendido y profundizado, sobre todo por el neoliberalismo que es la ideología de ese capitalismo manchesteriano, en especial en China, el sudeste asiático, en las maquilas de México y Centroamérica, pero en términos generales, el capitalismo más bien opta por el consenso social que le otorga la explotación relativa al trabajo en función de la productividad.

El siglo XXI, paradójicamente, ya no es el siglo de la productividad y tampoco el de la tecnología. El siglo XXI va más allá de eso. Lo que empieza a caracterizar al siglo XXI es algo que era marginal en el siglo XX pero que ahora es fundamental: la información. La información es el nombre técnico para la inteligencia humana, para el conocimiento social. Para aquello que Marx denominaba el “Intelecto General”. Esa inteligencia y ese conocimiento nacen, se estructuran, se conforman y se definen desde las sociedades y con recursos públicos. Ahí constan los sistemas de educación en todos sus niveles y los sistemas de salud, que se alimentan con recursos públicos. En la cúspide de esos sistemas está el sistema universitario. Pero el sistema universitario tenía otro rol y otra función durante el capitalismo productivo-industrial: tenía que crear los funcionarios, los operadores, los administradores y el personal técnico y calificado para ese sistema.

De ahí la apuesta por las carreras técnicas y también por las carreras de administración de negocios. Las humanidades eran el residuo del sistema, aunque servían como soporte teórico y ontológico político para la fundamentación de los conceptos de base sobre los cuales el sistema podía operar. De ahí nacen varios conceptos que se convierten en tópicos sociales, como, por ejemplo, las nociones de desarrollo económico, aquellas de competitividad, o de crecimiento económico (y sus variantes: endógeno, sustentable, con identidad, etc.).

Pero la transición hacia la economía de la información, de la misma manera que sorprende a toda la arquitectura institucional y legal de los mercados de trabajo, también lo hace con los sistemas universitarios.

La economía de la información es tan intensiva en innovación que tiene que superar los rígidos marcos universitarios y crear sus propios marcos privados de investigación y producción científico-tecnológica.

Los recursos que se destinan al efecto son tan importantes que las universidades tienen que plegarse hacia ellos si quieren obtener recursos para la investigación de punta. Esto plantea dos dimensiones a las cuales aún no se ha dado respuesta: el modelo de flexibilización absoluta y precarización laboral que emerge con las start-up y con la economía de la información, y, de otra, la privatización total del conocimiento humano.

El modelo de negocios de las start-up es flexible, adaptable al entorno y momentáneo. Una start-up puede desaparecer del mercado con la misma velocidad con la que entró y eso no pone en riesgo a ninguna de las bolsas de valores del mundo. Una gran empresa productiva-industrial no puede desaparecer del mercado, porque trastocaría toda la institucionalidad construida alrededor de ella. Una corporación cotiza en bolsa, tiene una sede central con enormes edificios, tiene un valor simbólico en el mercado, tiene decenas de miles de trabajadores y cadenas logísticas que involucran, literalmente, a todo el planeta. Son estructuras densas, pesadas, complejas, y con enorme poder de mercado global a la hora de definir precios, inversión, empleo. Tienen densas relaciones en red con otras corporaciones y también con los bancos y sociedades financieras globales.

Las start-up son todo lo contrario. Son artillería liviana. Están hechas para el momento. Ahí, en esas start-up radica el núcleo central de la innovación de la nueva economía del conocimiento. Cuando estas start-ups inventan, crean o diseñan productos novedosos que se extienden rápidamente por los mercados, inmediatamente son cooptadas por las grandes corporaciones que las integran a su modelo de negocios.

Las start-up no tienen la economía de escala global que tienen las corporaciones, pero tienen la agilidad y flexibilidad para responder a los mercados de la sociedad de la información de manera más rápida y creativa que las corporaciones.

No obstante, la pandemia del Covid-19 transformó al capitalismo global. Al detener momentáneamente los circuitos de circulación del capital, la pandemia demostró que las estructuras más densas y pesadas no pueden reaccionar con la premura que los tiempos exigen. Salvo algunas industrias que tienen modelos de negocios afines a las necesidades de las sociedades durante la pandemia (Amazon y Zoom por ejemplo), la inmensa mayoría se enfrentó al reto de la pandemia con pocos recursos en las manos.

La inmensa mayoría defendieron sus activos a costa de despidos masivos de trabajadores o de un retorno al capitalismo manchesteriano. Pagar menos por el mismo trabajo o despedirlos. Lo que antes era el contrato laboral en negro, es decir, cuando se contrataban migrantes ilegales a los cuales no se les cotizaba la seguridad social ni los mínimos, así el capitalismo asumió una dinámica de explotación laboral como salida a la crisis sanitaria.

En esa crisis sanitaria, las corporaciones se dieron cuenta que son muy pesadas, muy densas. Necesitan ser más ágiles, más dinámicas. Es ahí cuando la heurística del modelo de negocios de las start-up empieza a convertirse en posibilidad de la corporación.

En el mundo pospandemia, la corporación empezará el camino de retorno a lo que Schumacher (el economista), decía que lo “pequeño es hermoso”, y comenzarán a pensar en combinar la agilidad de las start-up con el poder corporativo global. Eso significa que la corporación del futuro será tan ligera como una start-up pero al mismo tiempo más poderosa de lo que es ahora.

La corporación del futuro dejará los grandes edificios y complejos arquitectónicos que eran también parte de la demostración simbólica de su poder, para tener una presencia más ubicua en las redes. De las decenas de miles de trabajadores, pasarán a apenas unos miles mientras que la mayoría trabajarán desde sus domicilios o en reuniones específicas, más como consultores especializados sobre diversos temas, que como trabajadores adscritos a una empresa.

Al no existir una legislación laboral acorde con la economía de la información, la corporación apostará por la flexibilización y la precarización. A su disposición existe una fuerza de trabajo con un nivel de preparación como nunca antes y dispuesta a trabajar por lo que le paguen, aunque eso sea muy poco con relación a su preparación.

La fuerza de trabajo de la economía de la información no está cohesionada ni tampoco concentrada como aquella de la economía productiva-industrial. Son trabajadores expertos y con títulos de maestría o doctorado, que ni siquiera se sienten trabajadores, pero que tienen sobre su horizonte de vida más próximo la amenaza de la flexibilización total.

Al no tener certezas de sus ingresos permanentes, optan por ir más ligeros de equipaje. Y el capitalismo les brinda la posibilidad incluso de privatizar ese ligero equipaje. Políticamente no tienen una ideología que los represente, y tienen miedo a los controles estatales porque ven al Estado más como amenaza que como oportunidad. Es por ello que el capitalismo del siglo XXI no solo puede programar la obsolescencia tecnológica de sus gadgets, sino incluso de sus propios trabajadores. Quizá ahora sea necesario que alguien escriba un Manifiesto para ellos, como aquel que cambió al mundo en 1848.

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Economista ecuatoriano con estudios de maestría en Lovaina (Bélgica), Doctorado en Economía por la Universidad Grenoble-Alpes (Francia), y pos doctorado en la Universidad Andina (Quito-Ecuador). Profesor de posgrado, conferencista internacional en temas de teoría económica.

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