José Molina Reyes
El 11 de abril de este año, pocas horas después del retiro del asilo a Julian Assange, en circunstancias dignas de una narración de Franz Kafka, la policía ecuatoriana detuvo al activista digital sueco y desarrollador de software libre, Ola Bini, bajo la presunción de haber atentado contra la seguridad de sistemas informáticos del Estado. Tras el anuncio en televisión que hizo la ministra María Paula Romo, sobre la presencia de “hackers rusos” (¿?) en el territorio nacional, se detuvo a Bini en el aeropuerto, cuando se disponía a viajar a Japón, y se allanó su domicilio para recopilar “evidencias” del supuesto delito.
Lo surreal de este caso es que la Policía presentó como posible evidencia una serie de dispositivos que cualquier ciudadano medianamente aficionado a la informática tendría en su poder; así como libros en inglés sobre seguridad informática, privacidad en la red o relacionados con Wikileaks, Assange y Snowden.
Cosa curiosa, al menos tres de los libros presentados en el caso son críticos de Assange (prueba de que los despistados agentes no tuvieron la precaución de revisar su contenido). Quienes tengan un poco de memoria sobre lo ocurrido en años recientes recordarán un caso muy similar, en el que diez personas fueron detenidas acusadas de sabotaje y terrorismo, por tener afiches del Che y unos cuantos libros de temática revolucionaria en su poder, me refiero a los “10 de Luluncoto”.
Ola Bini fue, además, privado de la posibilidad de acceder a su abogado defensor o de tener asistencia consular durante las primeras 24 horas posteriores a su arresto, en manifiesta violación de las reglas del debido proceso. Tampoco tuvo traductor en su interrogatorio, que fue conducido en castellano. Por si fuera poco, la detención se originó por una supuesta denuncia anónima hecha por teléfono, cuyo valor procesal es cuestionable, por decir lo menos. También es cuestionable el hecho de que el ciudadano fuera detenido alrededor de siete horas antes de que se emitiera la respectiva orden.
De acuerdo a la defensa de Ola Bini, hasta la fecha no hay claridad sobre los supuestos sistemas informáticos que habría vulnerado.
La presunta cercanía de Bini con Ricardo Patiño y con Julian Assange, a quien habría visitado algunas veces en la embajada del Ecuador en Londres, no son argumentos suficientes para mantener detenida a una persona. De acuerdo a personas que estuvieron presentes durante la audiencia en la que se ratificó la prisión preventiva del activista, la Fiscalía General del Estado insistió en que en su poder fueron hallados libros técnicos sospechosos, como evidencia de actividades ilegales. Una jueza habría mencionado que sus altos conocimientos técnicos lo convertían en una persona “peligrosa”.
El trasfondo de este caso es bastante más complejo de lo que podría parecer a simple vista. En la actualidad, las corporaciones tecnológicas: Apple, Microsoft, Google, Facebook y Amazon, principalmente; almacenan una gran cantidad de información sobre los usuarios de sus sistemas, información que luego es vendida a empresas con fines publicitarios o de marketing (o para manipular elecciones como sucedió con la empresa Cambridge Analytica). No obstante, la misma información es compartida con agencias de inteligencia de USA, Reino Unido, Rusia, China, etc., quienes la usan para levantar perfiles de los usuarios y mantener una mejor vigilancia sobre sus ciudadanos, y supuestamente, disminuir posibles riesgos de terrorismo o para reprimir a disidentes políticos.
En este contexto, instituciones como la Electronic Frontier Foundation (EFF) han promovido en los últimos años protocolos de comunicación que permiten asegurar la privacidad y seguridad de la información.
El sistema “Certbot” para cifrado (término usado en criptografía para describir métodos que aseguran la integridad de la información transmitida por medios electrónicos) patrocinado por la EFF (el mayor “ThinkTank” norteamericano dedicado exclusivamente al activismo digital), fue desarrollado en su mayor parte por Ola Bini. Otro proyecto relacionado con la privacidad y seguridad en el que participó Bini fue DECODE, el cual fue financiado por la Unión Europea. Adicionalmente, la empresa ThoughtWorks, cuyas oficinas regionales se encuentran en el Ecuador y que es la actual empleadora de Bini, ha provisto de servicios de desarrollo de software para ONGs como Grameen (banca de microcrédito), o plataformas de activismo político digital como DemocracyNow. Es decir, el perfil de Ola Bini encaja en el de un activista cuya preocupación es la defensa de los derechos de los usuarios de la red, más que en el de un peligroso criminal que se oculta detrás de un teclado para beneficiar oscuros intereses políticos. Esto evidentemente lo convierte en blanco fácil de quienes, desde el poder, buscan frenar la libertad de expresión y regular los contenidos digitales.
Las irregularidades y arbitrariedades en este caso podrían traer serias repercusiones para el Estado ecuatoriano.
Si nuestras autoridades insisten torpemente en mantenerlo detenido (violando normas del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana de Derechos Humanos) y logran una condena judicial con argumentos tan débiles (y risibles) como los hasta ahora expuestos por la Fiscalía y el Gobierno, la posibilidad de una demanda contra el Estado ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos es bastante alta (como la familia del detenido lo ha dado a entender). El Relator sobre Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Édison Lanza, y el Grupo de Trabajo sobre Detención Arbitraria del Consejo de Derechos Humanos de la ONU ya han expresado su preocupación y pedido explicaciones al Ecuador.
El caso Ola Bini tiene un singular parecido con lo ocurrido años atrás, cuando Aaron Swartz, un activista dedicado al desarrollo de herramientas de software libre y promotor de la libertad en la red, fue acusado por el gobierno estadounidense de fraude informático por haber descargado cientos de artículos académicos con la intención de compartirlos de manera gratuita. La persecución desatada en su contra llevó al suicidio de Swartz.
Han pasado cerca de dos meses y, pese a las presiones provenientes de todo el mundo, no existe claridad sobre el supuesto delito cometido por Bini.
La Fiscalía no ha conseguido convencer a la opinión pública, ni ha presentado evidencias sólidas, y únicamente se ha dedicado a hacer el ridículo. Es hora de que se ponga fin a este atropello y se ponga en libertad al activista, con las respectivas disculpas públicas por parte de nuestras autoridades. No hacerlo sentaría un peligroso precedente en contra de las libertades y los derechos humanos en nuestro país.
José Molina Reyes fue Coordinador Editorial de Opción S y Secretario Ejecutivo de Renovación Socialista. Ha trabajado para varias instituciones privadas y públicas en el área editorial y en proyectos y consultorías relacionados con políticas públicas, discapacidades, Derechos Humanos, entre otros. Fue articulista y miembro del equipo editorial de la revista Novedades Jurídicas. En la actualidad se desempeña como técnico de Promoción de la Participación en el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS) y como instructor en la Escuela de Formación Política de la CEOSL.
Exelente artículo
Exelente analisis, libre de prejuicios , que solo plantean y reclaman absoluta justicia sin atropellos indignantes.