Andrés Sefla
En las cadenas nacionales del viernes y el domingo, Lenín Moreno y María Paula Romo dieron directrices para –según dijeron– la «nueva normalidad», es decir la fase de “distanciamiento”, que busca acabar con el aislamiento a partir del 4 de mayo.
En este punto, los que creen en Dios, agarren su rosario, prendan las velas, que con esto hay que rezar; y los que no, bien pueden agarrarse de la pacha mama, la quilla o el inty, o de algún ritual ancestral o interestelar, que en esta coyuntura las fuerzas sobrenaturales y universales parecen ser el último depositario de esperanza, en medio de una cotidianidad permeada por la individualidad, el miedo al otro y la desconfianza en el servicio público.
El retiro del aislamiento responde a un sistema capitalista con necesidad productiva; por tanto, en palabras del filósofo camerunés, Achille Mbembe, «esta es la lógica del sacrificio que siempre ha estado en el corazón del neoliberalismo, que debería llamarse necroliberalismo.
Este sistema siempre ha funcionado con un aparato de cálculo». De tal forma que podemos asegurar que pesa más la materialidad de los fríos y perversos números del capital financiero, antes que la estabilidad y la superación de la vida de nuestras sociedades.
Quizás el ejemplo más claro de la supremacía del capital sobre la vida en la región está en el discurso del ultraderechista Jair Bolsonaro, el inefable presidente neoliberal, que días atrás mencionó que la economía no puede parar incluso si parte de la población necesita morir para garantizar la productividad, «lo siento, así es la vida», dijo con simpleza, como si su vida y su bolsillo estuvieran asegurados. “¿Van a morir algunos? Van a morir, oye, lo siento (…) No podemos detener la fábrica de automóviles porque hay 60.000 muertes de tráfico al año, ¿verdad?”. Así, de una forma tan simple, con una economía discursiva tan práctica, circulan los discursos de una política de reificación de los sujetos.
Pero en esta carrera apresurada contra la cuarentena, Bolsonaro no está solo, lo acompañan Piñera en Chile, Duque en Colombia, y claro, como no puede ser de otra manera, Moreno en Ecuador; este último que ya empieza a velar por la salud de las cámaras de comercio, de la producción y de las empresas constructoras.
La gran pregunta: ¿Qué pasará con aquellos que no tienen los recursos económicos para asegurarse una mejor calidad de vida e implementar las medidas de bioseguridad adecuadas para la “nueva normalidad”?
Mbembe tiene una dolorosa respuesta que emerge de las contradicciones del sistema. «Los que no tienen valor pueden ser descartados. La pregunta es qué hacer con aquellos que hemos decidido que no valen nada. Esta pregunta, por supuesto, siempre afecta a las mismas razas, las mismas clases sociales y los mismos géneros».
De tal manera que el riesgo durante la pandemia -a pesar de que todos en nuestros espacios seamos potencialmente agentes de contagio y emisarios de muerte-, está potenciado por las desigualdades sociales, económicas y espaciales, cuya materialidad es evidente: desempleo, asentamientos informales, limitado acceso a educación virtual, crisis económica en más del 50% de hogares ecuatorianos, violencia intrafamiliar, delincuencia, entre otros. No es lo mismo sufrir una pandemia en la Isla Mocolí (donde vive Nebot) que en la Isla Trinitaria o Monte Sinaí, por mencionar dos de los barrios más críticos de Guayaquil, donde se ha registrado el mayor desastre sanitario, con muertos en las calles, en las casas y en los hospitales.
La incertidumbre es el signo de nuestra nueva cotidianidad. Tenemos que aprender a vivir con ella y a darle nuevos sentidos. Seguramente, encontraremos bajo la sombra de la muerte, un nuevo imaginario que nos permita sostener el débil sentido de comunidad, que hasta hace dos meses lo teníamos como expresión de vida y cuidado.
Sin embargo, hasta que llegue la tan ansiada inmunidad colectiva, y volvamos a recuperar el sentido primario de comunidad, la pandemia seguirá siendo, como dice el filósofo brasileño, Bounaventura De Sousa Santos, «una alegoría» de «miedo caótico generalizado y muerte sin fronteras» que habita invisiblemente en lo que él mismo autor llama «la cruel pedagogía del virus».
Ahora bien, cuando María Paula Romo habla de «la nueva normalidad», probablemente se refiere a ésta que está sesgada por la incertidumbre y las latencias de la muerte en tiempos de pandemia. Podríamos decir que se trata de aprender a vivir en una “normalidad” donde el Estado se deslinda de responsabilidad a fin de promover –como ya he dicho– la producción.
Por lo tanto, a partir del 04 de mayo transitaremos en un escenario de miedo colectivo, donde el cuerpo del otro emerge como un agente de muerte. Es decir, siguiendo al mismo Mbembe, “el poder de matar se ha democratizado” con la emergencia sanitaria. Sin embargo, esto parece importar poco con la semaforización de las ciudades y con la delegación de responsabilidades a los 221 municipios ecuatorianos.
Si algo hemos aprendido de la necropolítica es que los Estados neoiberales han cosificado al individuo, las ideologías imperantes han mercantilizado el cuerpo y lo han vuelto descartable. En esta lógica, la semaforización tiene un conjunto de lineamientos destinados a definir actividades productivas; pero esto no es lo más grave, sino que, por un lado, se traslada la responsabilidad a los Gobiernos Autónomos Descentralizados, cuando éstos no han tenido la competencia de salud en sus atribuciones, lo que indica que históricamente no están capacitados para definir medidas sanitarias; y por otro, a nivel nacional existe un débil sistema sanitario, incapaz de enfrentar un nuevo rebrote; si acaso no terminamos de superar el primero.
En esta necropolítica, el Estado ha propiciado las condiciones “ideales” para que la gente, literalmente, se muera. El 80% del financiamiento de los GAD depende de las asignaciones del Estado, por tanto, hablamos de municipios que no han aprendido a autofinanciarse ni autogestionarse.
Por otro lado, tampoco han logrado controlar la proliferación de asentamientos informales en sus territorios: el 69% de los GAD tienen crecimiento fuera de sus límites, lo que implica que sus ciudadanos han aprendido a sobrevivir en los márgenes, con condiciones precarias, sin servicios básicos.
Lo que hace el soberano, bajo la premisa de que “los municipios conocen las realidades de sus territorios”, es deslindar una responsabilidad sanitaria que tiene el Ejecutivo, para que, a fin de cuentas, políticamente, salga librado de culpas ante la opinión pública. En este punto, no es comparable la capacidad administrativa, financiera, política, académica y técnica del Municipio de Quito, que cuenta con equipos multidisciplinarios para posibilitar la sobrevivencia de su población; frente a la débil capacidad estratégica y operativa de cantones como Jipijapa, Esmeraldas, o cualquier otro de las denominadas ciudades intermedias. Indudablemente tendremos un abanico de resoluciones desarticuladas del Gobierno Central, y que constituirán bombas de tiempo para un sistema de salud pública que está lejos de sanarse así mismo.
Finalmente, más que conclusiones nos quedan interrogantes: ¿Cómo garantizar una semaforización razonable que “haga vivir” en estas condiciones? ¿Cuánto vale la vida de los sujetos en un Estado neoliberal urgido de producción y circulación de dinero?
Maestrante de Antropología Visual de FLACSO – Ecuador, comunicador Social de la Universidad Central del Ecuador. Actualmente es productor radial y conductor del programa, de análisis político, económico y social, Zoon Politikón, que se transmite por Flacso Radio. Es gerente del medio alternativo Signo Comunicación Visual. Documentalista y fotógrafo con seis años de experiencia tanto en entidades públicas como en organizaciones no gubernamentales.
Muy real todo lo expuesto, quizá con menos exactitud de alguna forma todos los ecuatorianos comunes y corrientes lo sabemos, .i pregunta QUÉ CARAJO HACER FRENTE A TODO ESTO? esperemos seguir viviendo para enderezar el camino