Andrés Crespo Arosemena y Reinberg Gallardo
“A son of man” es la travesía de un hijo que intenta expresar y conservar para siempre el amor y la obsesión de lo que su padre significó para él. El material comenzó a grabarse junto a su padre, pero él murió y el hijo tomó el lugar de su padre, y más tarde su propio hijo tomó su lugar.
Andrés Fernández Salvador y Zaldumbide es el patriarca original, Luis Felipe Fernández Salvador y Campodónico es el hijo y autor del filme, y el hijo que lleva su nombre, Luis Felipe Fernández Salvador y Boloña, es el depositario de la búsqueda y narrador de la historia.
Es un filme creado y manufacturado a prueba y error. Las imágenes que vemos literalmente fueron filmadas más de una vez, primero en un formato documental y luego vueltas a filmar para la ficción junto al brutal artista argentino, Pablo Agüero (Mendoza, 1977), co-director de la cinta.
La película es bestialmente honesta en cuanto a su encuadre y lugar de origen: esta es la historia de un hombre de poder, un terrateniente y un oligarca del tercer mundo que busca cumplir un sueño a través de cualquier medio que sea necesario. Y ese retrato fiero está totalmente desprovisto de corrección política alguna. Las relaciones de poder entre patrón y empleado son posesivas e hirientes, y en un punto dado, saltan al ámbito del absurdo.
Y de ese absurdo nace la estética general del filme, cuando al buscar un nuevo género (algo que no se le había perdido, como dirían en Manabí), desafía el lenguaje cinematográfico tradicional de una forma que crea, por instantes, la ilusión de eludirlo del todo, llevándonos a esa dimensión bella y demencial, esa que proviene de una visión del mundo y un estilo de vida al que, por su origen en la aristocracia del dinero y el poder, nada le es imposible.
Y esa cosmovisión oligárquica se plasma en aquel bello y vacío aforismo de Nietzsche concebido en “El nacimiento de la tragedia” que dice: «…sólo como fenómeno estético están eternamente justificados el mundo y la existencia».
La frase es un símbolo que se repite a través de la película por Lily Van Ghemen, actriz, motor y productora de “Un hijo de hombre”, quien la repite una y otra vez, como un mantra en eterno retorno que alivia falsamente la ansiedad existencial.
El filme es, a la vez, una sátira y una oda nostálgica a una forma de entender la vida y de vivirla, un canto a la opresión como fuente de poder en una era que no ha pasado, que sigue viva entre nosotros, y que, en estos días, revienta en la cara del planeta entero.
Un hombre tiene un hijo, y ante ese hijo se siente padre, y por eso su hijo es la memoria de su padre muerto. Su hijo es su deber ser, es su bastión de vida, es el amor hacia su padre encarnado en un adolescente, es la sangre del clan que obliga a la tradición y sus valores: la valentía, el arrojo, la inmisericordia, la resiliencia, y en este caso, la lucha sin fin por el alma del clan: la realización de un sueño.
Un sueño que debe pasar de una generación a otra, y en toda su obsesión y gloria, ese sueño se convierte en el amor mismo, entendiendo el amor como el esfuerzo común e ineludible en la realización de ese sueño.
Y ese sueño es encontrar el tesoro de Atahualpa, perdido en los Llanganates.
Y fiel a la naturaleza absolutamente épica de esa empresa, la película no se achica nunca, cada toma aérea de National Geographic, cada cuadro de Benjamín Echazarreta (Gloria, una mujer Fantástica), cada línea de diálogo exagerado grabado en post producción, cada tono de rosado intenso de la directora de arte Alicia Herrera resaltando en la selva verde, con el sonido de la búsqueda del maestro Santaolalla tronando en los parlantes, todo te hace sentir que había llegado la hora de sacrificar cualquier sutileza a favor de la grandiosidad del espectáculo, y la razón no estaba clara ni ya importaba, estaban buscando el tesoro perdido de Atahualpa y esa es la única forma de contarlo. Y lo es.
En 1983, a mis 12 años de edad, el instinto de mi padre nos metió a él y a mí a un cine en Quito a ver “Cobra Verde”, de Werner Herzog. Recuerdo la maravilla. La estupefacción. El placer de no saber si estaba en un cine o en un circo. La belleza de ser testigo de una tan bien lograda farsa. Ese es el tipo de cine que he amado desde ese día. Y no me había vuelto a sentir así hasta que vi “A son of man” de Luis Felipe Fernandez-Salvador y Campodónico.
Para terminar, el nombre en inglés, el póster y la decisión del autor de usar el seudónimo “Jamaicanoproblem”, la recomendación en pantalla del presidente de la República y el exalcalde de Guayaquil, así como un enfoque turístico e híper nacionalista que se le ha dado públicamente a la película, me son temas francamente incomprensibles. Como también lo es, en primer lugar, el haber hecho el filme. Así que supongo que todo tiene sentido.
Cada cual se forjará un sentimiento y una opinión, pero perdérsela, es una opción a la cual este trabajo no deja cabida.
Actor, director de cine y guionista ecuatoriano.