Hace unos días en Twitter publiqué la pregunta ¿Dónde está Germán Cáceres? y una de las respuestas fue: “¿Otra vez con la misma cantaleta?” y no fue la única en ese tono.
El 11 de septiembre de 2022, María Belén Bernal ingresó a la escuela de Policía Alberto Enríquez Gallo y no se supo más de ella hasta que “apareció muerta”, lo pongo entre comillas porque las mujeres no aparecemos muertas así como así. Según datos de la Fundación Aldea, entre el 01 de enero y el 15 de noviembre de 2022, se produjeron 272 muertes violentas por razón de género que se suman a otras 1047 desde el 2014, fecha en la que se tipificó el femicidio en nuestro país, haciendo un doloroso total de 1319 casos, convirtiendo al 2022 en el año más violento para las mujeres en Ecuador, lo que debería evidenciar la necesidad de fortalecer los mecanismos de prevención, protección y atención a los casos de violencia de género.
La cantaleta
En el año 2020, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), emitió un informe en el que se afirmaba que, en países de América Latina, entre ellos Ecuador, “existe un patrón de impunidad sistemática en el procesamiento judicial en casos de violencia contra mujeres. La gran mayoría de casos carece de una investigación, sanción y reparación efectiva”.
Para ese mismo año, el porcentaje de sentencias por femicidio en Ecuador tan solo llegaba al 37% del total de casos judicializados y esa es solo la punta del iceberg de un problema que según la Organización de Naciones Unidas ha alcanzado un nivel pandémico.
La violencia contra las mujeres en razón del género es un asunto tan enraizado y normalizado que es imposible dilucidar en un texto todas las aristas, manifestaciones, problemáticas, representaciones, entramados y responsabilidades que implica, pero podemos hablar de uno de los mayores problemas: la alimentación de conductas que la normalizan.
En el actuar colectivo, después de la indignación primera que surge como respuesta a la viralización de casos como el de María Belén Bernal, caemos en una especie de sosiego donde parecemos aceptar que las muertes violentas en manos de parejas, ex parejas o personas del círculo íntimo de las víctimas, es algo con lo que debemos aprender a convivir. De hecho, las estadísticas revelan que un femicidio ocurre en Ecuador cada 28 horas; y mientras los cuerpos se acumulan, nuestra indignación parece ser de un solo hervor y el Estado parece obviar su responsabilidad.
Lo dicho sucede a pesar de que está demostrado que la normalización de la violencia contra las mujeres tiene consecuencias graves en el desarrollo de nuestras vidas y en el ejercicio de nuestros derechos. Consecuencias que se acrecientan cuando quienes ostentan el poder las fomentan o ridiculizan las luchas por erradicarlas usando sus plataformas para insultar, estigmatizar, perseguir y acosar; situaciones que lejos de ser hipotéticas, son una realidad lacerante con las que tenemos que vivir todos los días en mayor o menor medida. Convivimos con noticias sobre agresiones físicas, verbales, a través de redes sociales, medios, acoso sexual, violaciones de mujeres sin diferenciación de edad incluso al interior de instituciones de justicia. Llegamos al punto en que miembros de la autoridad contratan sicarios para acabar con sus hijas para no pagar pensiones alimenticias y otros golpean a sus parejas frente a decenas de testigos sin que alguien mueva un dedo a no ser que logre viralizarse.
Desde el gobierno, no se pueden obviar las condiciones sociales, culturales y políticas del entorno para combatir la violencia, mucho menos cuando se normaliza el uso de la ésta para resolver conflictos o no se identifican los patrones de la misma y nos concentramos únicamente en las consecuencias; cuando existe apatía frente a la violación de derechos y deshumanización, falta de empatía y solidaridad con las víctimas y sobrevivientes que exigen justicia.
La violencia contra las mujeres es una violación a los derechos humanos y constituye un delito sancionado en el Código Integral Penal. El problema surge cuando las cifras y los conceptos parecen no estar claros para quienes ostentan el poder; cuando quienes tienen la misión de proteger están hasta el cuello de denuncias de violencia; cuando las instituciones hacen lo necesario para proteger a los agresores; y cuando en el Estado parecen ignorar el deber de prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres.
Quizá transitar el dolor sería más sencillo si encontráramos mejores respuestas de parte de quienes tienen la obligación de velar por nuestros derechos, si pudiéramos tomar en serio las acciones que pretenden vendernos bañadas de escarcha púrpura, si las decisiones para frenar la violencia femicida tuvieran la debida planificación y consistencia y no fueran lanzadas casi al azar cuando la fuerza de la presión popular hace necesario un pronunciamiento.
El día que escribo estas líneas se cumplen tres meses del último día de vida de María Belén Bernal, de la última vez que habló con su hijo y su madre, de la última vez que se escuchó su voz, de la última vez que alguien tuvo la oportunidad de socorrerla y no lo hizo.
Mañana serán tres meses del día que el presunto femicida pusiera la denuncia por la desaparición de María Belén y luego se diera a la fuga por la frontera norte gracias a la complicidad de una institución.
Hoy, se cumplen 72 días desde que se terminó el plazo que Guillermo Lasso le dio a la policía Nacional para encontrar a Germán Cáceres y no hay resultados.
Las instituciones sin presupuesto o que deliberadamente no lo ejecutan, la falta de políticas públicas para prevenir y erradicar la violencia, la estigmatización a activistas y defensoras de derechos, el cambio de discurso gubernamental y sus silencios, la falta de confianza en la justicia, hacen parte del caldo de cultivo de la violencia femicida y duele porque la institucionalidad debería ser uno de los pilares para combatir este flagelo social.
A un nivel personal, siento desgarrador escuchar a las madres buscando justicia por sus hijas o conocer las historias de los niños y niñas que quedan en la orfandad producto de la violencia machista. Se me hace imprescindible acompañarlos, marchar con ellas y no dejar que este caso se olvide porque detrás de él hay un entramado que nos atraviesa a todos, pero también se, que a menos que se empiecen a tomar decisiones a nivel nacional donde las autoridades se involucren de manera consistente para trabajar considerando todos los frentes de esta problemática, hay una alta probabilidad de que mañana sea cualquiera de nosotras la que no llegue a casa, la que aparezca envuelta en una cobija en medio del bosque.
Seguir preguntando ¿Dónde está Germán Cáceres?, es un recordatorio para quienes están allá afuera de que hay quienes no olvidamos y que lucharemos hasta las últimas consecuencias para que no reine la impunidad.
Activista Feminista