Alejandro Ponce Villacís
En el Ecuador, al igual que otros países, se ha venido afianzando un discurso por el cual se imputa responsabilidades de los defensores de derechos humanos y a las organizaciones defensoras por una defensa a la delincuencia. Este discurso, que no sólo se encuentra presente entre la sociedad civil, sino que ha justificado que desde el gobierno se inicie una persecución en contra de los defensores. Esto a la larga causará un mayor riesgo para la ciudadanía.
La protección y defensa de los derechos humanos constituye un deber del Estado, pues es éste el que se ha obligado a través de distintos instrumentos internacionales a brindar dicha protección a todas las personas. Bajo esta premisa, tal obligación estatal es ineludible y no existe razón para que el estado deje de cumplir con sus obligaciones internacionales. El Estado tiene la obligación de ser perfecto en tal cumplimiento.
Por otra parte, la Constitución del Ecuador ha impuesto a todas las personas, entre otras obligaciones, la de “respetar los derechos humanos y luchar por su cumplimiento”. Así, nos encontramos bajo el deber jurídico de luchar por el cumplimiento de los derechos humanos, cumplimiento que es imputable al Estado.
La existencia de obligaciones internacionales por una parte y por otra deberes constitucionales para la ciudadanía determinan que jurídicamente nadie puede impedir que los derechos humanos se respeten. El procurar una conducta diferente, como lo han hecho varios funcionarios públicos, implica necesariamente el colocar al Estado en conductas ilícitas internacionales y por otra parte conduce inducir a los ciudadanos a que dejen de cumplir con su obligación constitucional. Esto significa una clara ruptura del orden jurídico y un atentado a los valores esenciales de la democracia.
Este llamado a la ilicitud, que han hecho los funcionarios públicos, se justifica sin fundamento en una falsa necesidad de seguridad. En efecto, se afirma que el defender a personas que ha incurrido en delitos conduce a impunidad de las infracciones. Este razonamiento es falaz y en la práctica aún más riesgoso para la seguridad que se dice defender.
No existe norma alguna, que bajo la defensa de los derechos humanos, esté destinada a procurar la impunidad de los delitos.
Por el contrario, la protección de los derechos humanos garantiza que la imposición de penas brinde a la sociedad en general un amparo frente a lo ilícito. Así el conjunto de reglas y normas que deben aplicarse, por parte de jueces y funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, al momento de investigar y sancionar los delitos procuran establecer los mecanismos idóneos para asegurar que las penas justas sean la respuesta al delito.
El ilícito o delito debe ser combatido desde el derecho. El Estado y sus agentes no pueden constituirse en infractores para ejercer la potestad punitiva. El Estado no puede ser delincuente. Para ello, el respeto de las normas del debido proceso resulta fundamental, pues permiten al juzgador tener una sólida cimentación para imponer la condena prevista en la Ley. Una actuación, por fuera del derecho sería esencialmente arbitraria y generadora de inseguridad para la sociedad, pues no brinda certeza sobre lo justo o injusto de la condena o inclusive incertidumbre sobre la inocencia o culpabilidad del condenado.
Así por ejemplo, si la condena de una persona tiene como antecedente la confesión auto inculpatoria como producto de la tortura, la sociedad no podría tener certeza sin en efecto es culpable o si por el contrario es inocente pero se declaró culpable para superar la tortura. Al mismo tiempo, la sociedad no tendría certeza de si el responsable del delito ha sido sancionado o si por el contrario continua libre e impune.
Los defensores de derechos humanos, que en principio somos todas las personas, luchamos por un régimen de seguridad jurídica que tiene como base el cumplimiento y garantía de los derechos esenciales de todos los seres humanos. Nuestro trabajo no está dirigido a procurar impunidad, por el contrario está dirigido a que exista sanción frente al ilícito pero que ello se lo haga en profundo e irrestricto respeto al derecho.
Evidentemente, la intervención de defensores de derechos humanos siempre resulta incómoda al ejercicio del poder. El dejar en evidencia la arbitrariedad y los abusos en el ejercicio de las potestades públicas no es conveniente para quienes tienen un vocación hacia el irrespeto de la persona. Por ello, estos funcionarios públicos han procurado imponer la responsabilidad sobre su propia ineptitud para cumplir con la Constitución y la Ley señalando a los defensores de derechos humanos como los responsables de la inseguridad imperante en el país.
La inseguridad no nace de quienes reclaman el cumplimiento de las normas y de los derechos, tiene origen en aquellos que incumplen con el ordenamiento jurídico sea que lo hagan desde el ejercicio del poder público o que se trate de delincuencia común.
Los defensores de derechos humanos simplemente estamos para hacer público el ejercicio arbitrario de potestades públicas y con ello procurar una mejor seguridad ciudadana.
Abogado y doctor en Jurisprudencia de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (1993)
LL.M en Estudios Legales Internacionales, con énfasis en protección Internacional de los Derechos Humanos, American University, Washington College of Law (1994)
Profesor Universitario, PUCE, USFQ, UASB (1993-2013)
Defensor de Derechos Humanos desde 1992. Representante de víctimas de violaciones a derechos humanos ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en varios casos en contra de Ecuador. (Suárez Rosero, Benavides Cevallos, Acosta Calderón, Albán Cornejo, Salvador Chiriboga, Flor Freire y Montesinos Mejía)