Claudia Storini
El confinamiento establecido a raíz de la pandemia de COVID-19, por casi todos los gobiernos del mundo, ha reiterado, por una parte, la importancia del respeto y la eficaz aplicación de los derechos, y por otra, ha puesto de relieve numerosas violaciones de los mismos.
Hablar de derechos en tiempos de COVID-19, es decir, en tiempos de aislamiento social significa preguntarse, por ejemplo, acerca de: ¿qué sucede con las personas que viven en situación de pobreza y están particularmente en riesgo de contagio, como las que viven agrupadas en barrios marginales sin agua, luz, alcantarillado?, ¿qué sucede con la protección de su derecho a la salud cuando las medidas sanitarias son imposibles de aplicar debido a la previa violación de sus derechos a la vivienda, al trabajo, al agua? ¿Están los Estados asegurando el derecho a la educación de millones de niños, niñas y adolescentes? ¿En qué medida las retracciones a la libertad de circulación repercuten sobre otros derechos? Las preguntas podrían multiplicarse. En este breve espacio intentaré analizar algunas de las problemáticas inherentes a la manera como la falta de garantías de los derechos se ha acuatizado en estos tiempos de pandemia, cual son sus consecuencias y sobre todo cuáles son los aprendizajes de esta despiadada pedagogía del COVID-19.
Tras el primer brote de COVID-19 en diciembre de 2019, en marzo la enfermedad se hallaba ya en más de 100 territorios a nivel mundial, hoy, de acuerdo con los últimos datos Organización Mundial de la Salud (OMS), solo quedan 11 países del mundo que oficialmente no presentan casos.[1]
Para prevenir la expansión del virus, los gobiernos han impuesto restricciones a los derechos de varios tipos, cuarentenas, confinamientos, aislamiento social, restricción de la movilidad, etc. Prácticamente en todo el mundo se han implementado instrumentos para controlar el respeto de la cuarentena, y en la mayoría de los casos se ha declarado el estado de emergencia o de excepción como parte de los enfoques de salud pública para prevenir la propagación de COVID-19. Sin embargo, en todos estos lugares la aplicación de dichas medidas se ha vuelto siniestra y violadora de derechos; sin duda la restricción de la libertad de circulación tiene repercusiones sobre el ejercicio de muchos otros derechos.
Podríamos empezar con el derecho al trabajo. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la crisis económica inducida o incrementada por la pandemia, aunque habiendo afectado, en diferente medida, a casi todos los sectores sociales, ha dado un golpe contundente a la capacidad de ganar el sustento vital de casi 1.600 millones de trabajadores de la economía informal que, sin duda, representan el grupo más vulnerable del mercado laboral. Estos trabajadores y sus familias al no poder contar con fuentes de ingreso alternativas no tendrán medios de supervivencia. En América Latina, alrededor del 50 % de los trabajadores son parte del sector informal. Los trabajadores de la vía pública son un grupo específico de trabajadores precarios. Para ellos, la posibilidad de sobrevivir depende exclusivamente de la calle, del número de personas que pasen por ella y de su decisión de detenerse y comprar algo. Entonces, deberíamos preguntarnos: ¿Qué significa el confinamiento para todos aquellos trabajadores que ganan cada a diario lo que necesitan para vivir ese mismo día? ¿Cómo deberían resolver el conflicto entre el deber de alimentar a su familia y el de proteger sus vidas y las de sus familiares del COVID-19?
Morir a causa del virus o morir de hambre, esa tal vez sea la única opción.
De igual manera, la OIT señala que, en todo el mundo, son más de 436 millones de empresas las que afrontan el grave riesgo de interrupción de la actividad. Estas empresas pertenecen a los sectores de la economía más afectados: 232 millones pertenecientes al comercio mayorista y minorista, 111 millones, a las manufacturas, 51 millones, a los servicios de alojamiento y servicio de comida, y 42 millones al sector inmobiliario y otras actividades comerciales.[2]
Utilizando las palabras de Guy Ryder, director general de la OIT: “Para millones de trabajadores, la ausencia de ingresos equivale a ausencia de alimentos, de seguridad y de futuro. Millones de empresas en el mundo están al borde del colapso. Carecen de ahorros y de acceso al crédito. Estos son los verdaderos rostros del mundo del trabajo. Si no se les ayuda ahora, sencillamente desaparecerán”.
Por otra parte, mirando al derecho a una vivienda digna podríamos preguntarnos: ¿Cómo será la cuarentena para todas y todos aquellos que no tienen hogar? Para las personas que pasan sus noches en los parques, al pie de los cajeros automáticos, en las estaciones del tren abandonadas, bajo los puentes o en las estaciones de autobuses de tantas ciudades del mundo. Según datos de ONU Hábitat, 1.600 millones de personas no tienen una vivienda adecuada y el 25 % de la población mundial vive en barrios informales sin infraestructura ni saneamiento básico, sin acceso a servicios públicos, con escasez de agua y electricidad, viven en espacios reducidos donde se aglomeran familias numerosas. Estas personas: ¿Podrán cumplir con las normas de prevención recomendadas por la Organización Mundial de la Salud? ¿Podrán mantener la distancia interpersonal en los espacios de vivienda reducidos donde la privacidad es casi imposible? ¿Podrán lavarse las manos con frecuencia cuando la poca agua disponible debe guardarse para beber y cocinar? Y, finalmente, ¿El confinamiento en una vivienda tan pequeña no supondrá otros riesgos para la salud física y psíquica tanto o más graves que los causados por el virus?
El patrón global se demuestra con las cifras que claramente indican que en los barrios más pobres hay más contagios y más muertes. Sin duda, el COVID-19 tiene el color de la pobreza.
Otro efecto de la pandemia es profundizar la discriminación contra mujeres e integrantes del colectivo LGBTIQ+. Gracias a ella, se agudizaron todas las desigualdades estructurales relacionadas con estos colectivos y, en particular, las situaciones de violencias de género, a partir del aislamiento social preventivo. El secretario general de Naciones Unidas alertó hace días acerca del “espantoso aumento global de la violencia doméstica”. El confinamiento exacerba la tensión y el estrés generados por preocupaciones relacionadas con la salud, el dinero, la estabilidad. Al mismo tiempo refuerza el aislamiento de las mujeres que tienen compañeros violentos, separándolas de las personas y de los recursos que pueden apoyarlas; generando el clima perfecto para ejercer un comportamiento controlador y violento en el hogar. Por otra parte, al mismo tiempo que los sistemas sanitarios se esfuerzan al límite, los refugios para la violencia doméstica —cuyo déficit de servicio es notorio— son en ocasiones readaptados a fin de ofrecer una respuesta adicional a la emergencia sanitaria. Sin duda, la violencia de género debe ser considerada hoy una pandemia dentro de la pandemia.
Lo mismo pasa con el derecho a la educación, el cierre de los centros escolares provoca sin duda altos costos sociales para todos. No obstante, los problemas que ocasiona tienen consecuencias particularmente graves para los niños que pertenecen a los sectores más desfavorecidos. Un ejemplo en relación con el acceso a internet en Ecuador puede ser ilustrativo de la afectación que el confinamiento provoca a este derecho.
En este país, el 70 % de los niños, niñas y adolescentes no tienen acceso a internet, esta cifra sube considerablemente en las zonas rurales, donde alcanza el 85 %.
A ello hay que añadir que de este 30 % total, solo el 24 % tienen computadoras en casa cifra que baja al 8 % en la zona rural. Además de estos desalentadores datos, hay que evidenciar que el cierre de las escuelas va mucho más allá de la pérdida de educación para muchos niños. La pandemia los ha dejado lejos de esos lugares seguros donde además de aprender, podían jugar con amigos, comer y acceder a servicios de salud. Las consecuencias de una restricción de largo plazo al sistema de educación presencial y su reemplazo por programas de educación a distancia, con escaso margen de planificación, sin duda redundará en la salud, alimentación y equilibrio emocional de la población escolar joven y adulta y, a largo plazo, tendrá consecuencias en el nivel de formación de las personas en todos los países del mundo.
Podríamos seguir hablando de las libertades y de la vigilancia como instrumento para controlar la expansión de COVID-19.
Muchos países están utilizando datos de los teléfonos móviles para rastrear los movimientos de las personas en su respuesta a la pandemia. Otros, están recopilando datos de localización anónimos o agregados de las compañías de telecomunicaciones para ayudar a rastrear contactos de coronavirus. Y se ha llegado a enviar textos orientativos, por parte de las autoridades, sobre la salud que van acompañados de datos personales de pacientes infectados, incluidos enlaces que dirigen a datos pormenorizados sobre sus movimientos. Alibaba ha puesto en marcha un sistema de seguimiento que usa datos sobre la salud personal y asigna códigos de colores a la persona. El verde significa “sano”, el amarillo que se requiere una cuarentena de siete días, y el rojo indica la necesidad de una cuarentena de catorce días. Dicho sistema se está utilizando para controlar el acceso de los ciudadanos a los espacios públicos, por tanto, la aplicación está compartiendo estos datos con las autoridades encargadas de hacer respetar la ley. Estas tecnologías además de exponer las personas afectadas aumentan la discriminación y terminarán perjudicando de forma desproporcionada a todas aquellas comunidades ya marginadas.
También referirnos a la pandemia y a la libertad de expresión; en Bolivia se ajustó la ley para poder encarcelar a quienes critican las medidas gubernamentales. El cuestionamiento hace referencia a un artículo del decreto de la cuarentena que promulgó el gobierno, el cual establece que las “personas que inciten el incumplimiento del presente Decreto Supremo o desinformen o generen incertidumbre a la población, serán sujetos de denuncia penal por la comisión de delitos contra la salud pública”.[3] Estos delitos pueden merecer penas de hasta 10 años de prisión. El 17 de abril, Amnistía Internacional pidió en Twitter al Gobierno boliviano clarificar las acusaciones de “desestabilización”, “desinformación” y “guerra virtual”, enmarcadas en esa ley, contra 67 personas, 37 de las cuales ya habrían recibido sentencias a través de “procesos abreviados”. Asimismo, en muchos otros países se han sometido a hostigamiento, intimidación, agresiones y procesamiento a periodistas que informan sobre abusos contra los derechos humanos relacionados con la pandemia, como malos tratos policiales y malas condiciones de reclusión.
Tristemente, la lista negra de abusos y violaciones de derechos podría seguir. No obstante, vale la pena plantearse una última pregunta: ¿Qué hemos aprendido de esta nueva realidad?
Cuando pasen estos días en que hemos asistido a las fuertes limitaciones de nuestra libertad de movimiento, a nuestra capacidad para manifestarnos, relacionarnos con los demás y, consecuentemente, hemos experimentado una reducción de nuestro espacio vital, deberíamos aprender a estar muy atentos ante los posibles abusos que puedan realizarse a raíz del Estado policial que se ha instalado en nuestras calles.
Aunque no sea inmediatamente, entre todas y todos, tendremos que poder luchar para recuperar el espacio público en tanto que propio de la expresión democrática y no permitir que en nombre de la seguridad se nos puedan imponer ulteriores censuras.
De igual manera, tendremos que seguir alertas para que la intimidad de la que disponemos no se convierta en un instrumento de cambio en el mercado de los datos, generando sospechas y discriminación.
La pandemia abonó el terreno para que se generen nuevas amenazas que podrían llegar a reducir a la mínima expresión nuestros derechos. Por ello, una vez superada la amenaza a nuestra salud, tendremos que comprometernos con hacer del futuro un tiempo de los derechos y, por tanto, un tiempo de la participación en la vida política y social en su sentido más genuino y, si fuera necesario revolucionario. Un tiempo en el que será necesario asumir un compromiso beligerante y crítico, vigilante y responsable. El compromiso de quien se revindica como único y real sujeto de la soberanía.
Podemos ir más allá de lo que hasta ahora hemos hecho desde la generosidad personal y respaldar la decisión colectiva de brindar seguridad a las personas más desfavorecida. Esta crisis ha demostrado la fragilidad de las circunstancias ajenas, destapando profundas desigualdades que han dejado a tantas personas solas frente la enfermedad, la pobreza y el hambre. Debemos, una vez se haya superado la pandemia, poder seguir y fortalecer la voz que revindica los derechos estas personas.
Debemos decir NO a más medidas de austeridad que golpean con especial dureza a las personas más marginadas. Ante las graves consecuencias económicas y sociales de la pandemia, debemos pedir que los gobiernos hagan las cosas de otra manera. Debemos aprovechar lo vivido para pedir que se refuercen los sistemas de atención a la salud y reivindicar la asistencia médica para todas las personas. Esta crisis ha evidenciado la fragilidad de estos sistemas y ha demostrado que estamos protegidos solo si todos lo están. Podemos luchar para que la seguridad social se adapte a los nuevos tiempos, para una renta básica universal como una opción para paliar el problema de la pobreza estructural que acompaña desde siglos muchos países del mundo. Por último, podemos decidir recuperar la confianza en las personas, los colectivos, la sociedad y el Estado. Luchar por la solidaridad, apoyar a las personas más vulnerables a nuestro alrededor y actuar por el bien común.
La pandemia ha creado un espacio propicio para cuestionar muchas facetas de la vida que practicábamos antes de la crisis, un espacio para repensar el modelo de vida a seguir y el que queremos defender para nuestra generación y las futuras.
Hay muchos motivos para confiar en que vamos a estar a la altura del desafío colectivo que se nos presenta, que aprovecharemos lo aprendido desde el dolor, la soledad y el desasosiego y que lograremos hacer triunfar la solidaridad y con ella la justicia social.
Referencias:
[1] Turkmenistán (Asia Central); Islas Salomón, Kiribati, Tonga, Samoa, Estados Federados de Micronesia, Islas Marshall, Nauru, Tuvalu, Palaos y Vanuatu (Oceanía).
[2] https://www.ilo.org/global/about-the-ilo/newsroom/news/WCMS_743056/lang–es/index.htm
[3] Artículo 13 del Decreto Supremo n.° 4200 del 25 de marzo de 2020.
Doctora en Derecho por la Universidad de Valencia (España), Docente y Coordinadora del Doctorado en Derecho de la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador.